Madrid (EFEAGRO/Cocina.es).- Cada vez que pienso en setas me viene a la cabeza aquella magnífica canción de Presuntos Implicados, aún con Soledad Giménez, titulada «cómo hemos cambiado»… porque lo que es innegable es que, en los últimos años, los consumidores españoles han experimentado un cambio radical en su actitud ante las setas, pasando de la desconfianza y el rechazo a la adoración. La verdad: ni antes era para tanto, ni ahora tampoco.
Las setas, cuya más poética definición corresponde a Wenceslao Fernández Flórez cuando, al narrar el viacrucis del topo Furacroios en una de las ‘estancias’ de su maravillosa novela ‘El bosque animado’, las llama «hijas de la lluvia», han estado en la dieta humana desde el principio de los tiempos.
En la dieta… y en más cosas, como en infinidad de ritos mágicos y religiosos, o en ‘soluciones’ de urgencia a crisis políticas.
Fue, cuentan, el mismísimo Nerón quien las calificó de «manjar de dioses», y no precisamente por sus cualidades gastronómicas, sino porque bastaron unas cuantas para convertir a su tío Claudio en dios, siguiendo la costumbre de la época de deificar al emperador una vez fallecido.
La madre de Nerón y esposa de Claudio, Agripina, pasaportó al César al Hades con una discreta incorporación de unas amanitas que no eran precisamente las llamadas «cesáreas» o «de los Césares» (Amanita cæsarea), sino la mortal Amanita phalloides, al plato de las primeras servido para cenar al incauto Claudio.
Cómo hemos cambiado… Hace veinte o treinta años, dejando aparte a dos pueblos micófilos y micófagos como vascos y catalanes, la actitud de los españoles ante las setas era, por decirlo suavemente, de desconfianza.
Los madrileños, por ejemplo, devoraban toneladas de champiñones, sobre todo hechos al ajillo, en las tabernas capitalinas. También el níscalo gozaba del favor de la capital… favor del que no gozaba en el País Vasco, donde nunca fue una seta demasiado apreciada, al revés que en Cataluña, donde pinetells y rovellós son muy estimados. Un castellano hablaría de setas… refiriéndose sólo a la seta de cardo, para él la seta por antonomasia, ciertamente deliciosa. Sólo, ya decimos, vascos y, sobre todo, catalanes, aprovechaban una amplia gama de posibilidades.
Hoy, aparecen las setas en los platos a la mínima que uno se descuide. Lo de los boletos es increíble: le ponen a uno boletos con casi todo. Claro, uno se pregunta: ¿de dónde sale tanto boleto? O, alternativamente, ¿qué se hacía antes con los boletos? Puede que, en estos momentos, sea la más valorada de las setas, el boleto o Boletus edulis, al que los vascos llaman, sin más, ‘hongo’… cuando todas las setas son, obviamente, hongos, cosa que no es cierta en el sentido contrario: no de todos los hongos nacen setas.
Es curioso, de todos modos. En los libros clásicos, españoles o franceses, apenas se trabaja más que el champiñón (el silvestre Agaricus campester, que tan bueno está crudo, en láminas, en ensalada, por su toque anisado, su textura firme, su sabor limpio…), generalmente cultivado, que entra en un montón de salsas y guarniciones y, claro, la trufa… si nos atrevemos a considerarla una seta; un hongo sí que es.
Fuera de esas dos… el vacío, como ocurría en esos mismos textos a la hora de hablar de mariscos: sólo ostras y langostas (que ni lo eran, porque homard no es la langosta, sino el bogavante) merecían la atención de los autores.
A buenas horas iba alguien a atreverse, hace treinta años, con cosas como el Cratherellus cronucopioides, que tiene como nombre común el de ‘trompeta de los muertos’ y, encima, es negro-negro…
Hoy conocemos mejor muchas setas, y aprovechamos las posibilidades. Para mí, la temporada empezó hace unos días con unas oronjas (Amanita caesarea) cortadas en láminas y pasadas brevemente por la sartén para eliminar ese punto ligeramente mohoso que me dan en crudo; la verdad, es una experiencia que vale la pena, y una manera estupenda de disfrutar del otoño que empieza, mientras esperamos níscalos y setas de cardo; por los boletos ya no hace falta esperar: vienen solos, sin que haga falta llamarlos.
Que conste que unos buenos boletos, blancos (Boletus edulis) o negros (Boletus aereus), hechos en sartén, en su punto exacto, pueden ser una delicia, cuando se consigue resaltar esa textura interna como de tocinillo de cielo que, así, los hace magníficos. El problema es que los cocineros prefieren trocearlos y no digamos -cunde muchísimo- servirlos en carpaccio, fórmula perfecta para el solomillo pero que dispersa y minimiza demasiado el sabor de estos carpóforos.
Pero estamos en otoño, nos encomendamos a la Virgen de la Cueva y llueve: ya sólo falta que escampe, y que las heladas se retrasen un poquito, para que -ojalá- podamos disfrutar de una intensa, aunque sea breve, temporada de setas, uno de los mejores regalos que nos hace, cada año, el generoso otoño, estación amada por todo gastrónomo que se precie, que la considera, sin duda, la estación de oro.
CAIUS APICIUS