A estas alturas, cuando mucha gente conoce más la omnipresente cocina japonesa que las especialidades culinarias del pueblo de al lado, será raro que alguien no sepa qué es la tempura; está muy bien, porque nada que sea cultura, también en gastronomía, estorba.
El saber, decían nuestros abuelos, no ocupa lugar… aunque cuando echo un vistazo a los anaqueles de mi biblioteca constato que sí, que ocupa muchísimo sitio.
El éxito de determinadas especialidades niponas en la cocina occidental, entre ellas, por supuesto, la tempura, hace que mucha gente haya pasado de la teoría a la práctica. También es bueno: hay que ampliar el repertorio, y la tempura es una forma deliciosa de comer verduras, mariscos y pescados.
En general, la tempura le gusta a todo el mundo, incluidos esos ciudadanos bajitos de paladar complicadísimo que son los niños, que adoran sistemáticamente las cosas fritas.
El problema viene de la libre interpretación de la receta, que hace que se nos venda como tempura lo que no pasa de ser un buñuelo. Para mí, una de las virtudes más apreciables de la tempura es su sutileza: la capa exterior, la que la recubre, ha de dejar entrever el interior, sin ocultarlo jamás, limitándose a velarlo.
Un plato de tempura de varias verduras debe ser un espectáculo para la vista, ya que el tenue rebozado debe dejar percibir los colores de esas verduras. Vamos, que el koromo, que es como se llama la pasta de la tempura, por muy japonés que sea, ha de ser mucho más parecido a un velo de tul que a un quimono, prenda que no desvela nada y más bien lo tapa todo.
Pero resulta que va uno a comer a un restaurante -descartemos los japoneses, aunque hay de todo- y pide esa tempura de marisco que hay en carta… para ver cómo le ponen delante un plato de buñuelos de marisco, en los que lo único que se ve es el rebozado; un buñuelo doradito es agradable a la vista, pero no es una tempura. Lo que pasa es que, de alguna manera, la tempura ha vuelto a sus orígenes. Y en sus orígenes era… un buñuelo.
La tempura es, en efecto, plato de ida y vuelta. Fueron los misioneros portugueses llegados a Japón de la mano del navarro Francisco Javier quienes introdujeron esta fritura en el país del sol naciente.
Su carácter cuaresmal, ya que su contenido no rompía las rígidas normas que la iglesia de la época dictaba para la comida de ese período de penitencia, está dado por la ausencia de carne: la tempura consta de verduras, mariscos o pescados, y todo ello se podía comer en Cuaresma -la propia palabra parece derivar de la expresión ad tempora Cuaresmae- y los viernes y otros días de vigilia, que había muchos.
Por supuesto, como ocurre en tantos platos populares, de lo que se trataba con esta fritura abuñolada era de «estirar» el ingrediente principal, más caro que los de la «gabardina»; entonces, como sucede en la mayoría de los buñuelos, el continente tenía más volumen que el contenido.
En Japón, el plato acabó por refinarse y ganar en vista, que ya sabemos que es algo muy importante en la cocina nipona: de ahí ese aspecto de simple y sugerente velo que tiene una tempura bien hecha.
Pero al volver por estos lares, la tempura ha recordado que en su día fue un simple buñuelo… y se ha abuñolado. Quede claro que no tenemos nada contra los buñuelos, a condición de que su masa no llegue al comensal casi cruda-, pero un buñuelo es lo que es, y una tempura es otra cosa, aunque parta de la misma idea. De modo que muchos cocineros se han quedado con la letra, pero no con la música… y la interpretan a su manera.
Recuerden: los ingredientes rebozados han de cortarse de tamaño de bocado. En cuanto a la pasta o koromo, hay muchas recetas, pero lo más práctico es comprar harina especial para tempura y trabajarla con agua muy, muy fría, siguiendo las instrucciones del fabricante.
Ha de quedar con una textura parecida a la de una natilla clásica. Luego no hay más que ir sumergiendo, a poder ser con palillos, cada bocado en la pasta y, de ahí, a la sartén, con aceite bien caliente. En cuanto tomen ese color tan apetitoso, a escurrir sobre papel absorbente. Y sin más dilaciones, a la mesa.
Ah: no se líen con los palillos: coman la tempura con los dedos. Lo suyo es mojarla en una salsa de soja «alegrada» con un poco de wasabi, pero no es obligatorio. Le va una buena cerveza, por supuesto, pero también un blanco fresco: un godello de Valdeorras será perfecto.
Pero no me negarán que no deja de ser curioso que, medio milenio después de haber salido de la Península para irse al otro lado del planeta, la tempura, en su retorno, haya tirado de memoria, reconocido su cuna y… vuelto a ser un buñuelo. Procuren que su tempura no olvide lo que aprendió en el Japón: es… otra cosa.
CAIUS APICIUS.