Seguro que muchos de ustedes han visto el primer amanecer de este nuevo año, de esta nueva década, reponiendo fuerzas tras una noche de bastante intensidad… y eligiendo para ese menester algo tan tradicional en esa circunstancia como las sopas de ajo.
Está muy bien empezar el año con ajo. En teoría lo empezamos con uvas, pero ése es el comienzo, digamos, astronómico: el primer día del año nuevo comienza, como todos los días, cuando alborea. Recuerden el Génesis: «y llamó Dios a la luz día y a la oscuridad la llamó noche». Pues eso.
El ajo, por mucho que les pesase a autores tan eminentes incluso en el terreno gastronómico como Julio Camba o Josep Pla, es un elemento importantísimo de la gastronomía española. De la gastronomía, digamos, mediterránea. Es la cuarta planta de la civilización romana, el D’Artagnan que acompaña a Athos, que sería el olivo; Porthos, la vid, y Aramis, el trigo. Por cierto: Alejandro Dumas, en «Mon Dictionnaire de Cuisine» no se define ni a favor ni en contra, quizá un poco más a favor que en contra, al menos al hablar de la Provenza y su cocina. Eso sí, le gustaron las sopas de ajo españolas… y hasta incluyó en su libro una receta propia.
Con todo, Camba, que había escrito aquello tan citado de que la cocina española «está llena de ajo y de preocupaciones religiosas», no era para nada partidario de suprimir el ajo de la receta de las sopas de ajo. Pla, tampoco.
«Villano, comedor de ajos…» apostrofaba don Quijote al pobre Sancho. La verdad es que el ajo tiene dos partes muy definidas: cuerpo y alma. El alma es, claro, su aroma, que bien dosificado es la alegría de muchos platos que, sin él, parecerían insípidos. El alma del ajo es lo único que de él debe llegar a la mesa, quedándose el cuerpo en la cocina, aunque haya alguna manera de que ese cuerpo pierda su natural villanía y resulte hasta agradable de comer.
Pero, en principio, el ajo, físicamente, no debe traspasar el umbral de la cocina. Ni siquiera en caso de sopas de ajo, plato villano, si se quiere, pero que dos ilustres paisanos del hidalgo manchego han elevado a la categoría de manjar: las versiones de Manolo de la Osa en «Las Rejas», en Las Pedroñeras, y de Pepe Rodríguez Rey en «El Bohío», de Illescas. Son sopas con soles Repsol y estrellas Michelin, y se salen bastante de lo que al fin y al cabo no es más que una manera de calentar el estómago y entonarse al comienzo del día de Año Nuevo.
Ni siquiera propondríamos una sopa castellana, con su picadillo de jamón y chorizo; eso sí, el huevo es irrenunciable. Como el ajo, del que partiremos en mitades unos cuantos dientes, a los que haremos tomar color en la sartén. Logrado este objetivo, es conveniente añadir un poco de pimentón, que sería agridulce y ahumado. Mientras, habremos secado unas rebanadas de pan asentado, y las habremos distribuido en los cuencos individuales.
Volcamos el contenido de la sartén sobre un buen caldo. A ver, se puede hacer con agua, pero, claro, no es lo mismo; un caldo de ave es estupendo, y aún mejor, si por casualidad lo hubiere, un caldito del cocido. Dejamos que se caliente bien unos minutos, mientras vamos cascando en cada cuenco un huevo. Si, como en nuestro caso, juzgan que el ajo ya ha cumplido su misión, cuelen el contenido de la cazuela, repártanlo, bien caliente, en los cuencos, pongan éstos en el horno para que se cuajen las claras… y a la mesa.
Ciertamente, hay muchas versiones. Hay a quienes le gusta que sean, en efecto, sopas, entendiendo por tales lo que dice el Diccionario: rebanadas de pan empapadas en un líquido; harán unas sopas muy espesas. Otros las preferimos menos sólidas, sobre todo en este caso, en el que, más que nada, son un tentempié, y nunca mejor dicho, para acabar la fiesta en condiciones, no un primer plato contundente. A esas alturas de la madrugada, y más de una madrugada como ésa, los estómagos agradecen una caricia, no que se les ponga a trabajar.
Que ya han trabajado bastante desde la hora de cenar, o desde la del aperitivo. La noche de San Silvestre es toda ella un homenaje a la viticultura: las uvas la presiden, de cabo a rabo, más bien en estado líquido y espumoso, pero también en estado sólido, con esas uvas de la suerte que marcan el cambio de año. Y menos mal que el reloj de la Puerta del Sol sólo da doce campanadas: ¿se imaginan que, como en Japón, las campanadas de fin de año fueran… ciento ocho? De verdad: mejor las sopas de ajo. Termino: feliz año dos mil setecientos sesenta y cuatro (MMDCCLIV), que, es, en el cómputo romano que corresponde a quien firma como Caius, el que acaba de empezar.
CAIUS APICIUS/EFE.