Madrid, 14 abr (EFEAGRO).- Cuando se estrenó la película «Lawrence de Arabia» yo era solo un adolescente; pero recuerdo una escena que se me quedó profundamente grabada: aquella en la que el personaje interpretado por Omar Sharif, el príncipe Alí Ibn El Kharish, elimina de un disparo al beduino que saca agua de un pozo del desierto para ofrecérsela al propio Lawrence.
Se podía matar por un poco de agua. Comprendí que, en un desierto o en un país extremadamente seco, el agua es un bien escaso, un auténtico tesoro. No lo había pensado hasta entonces: yo vivía en un país húmedo, de lluvias frecuentes, en el que el agua no era problema, al menos no por defecto, aunque a veces lo fuera por exceso, cuando llovía demasiado.
Pero durante toda mi infancia el acceso al agua no tenía la menor dificultad: si uno tenía sed, se acercaba a alguna fuente pública y bebía. O, si no había ninguna cerca, entraba con muchísimo respeto en una cafetería y, en la barra, decía al camarero: «por favor, señor, ¿podría darme un vaso de agua?». Normalmente la facilitaban sin problemas, también sin gollerías como cubitos de hielo o cosas así: un vaso de agua, y punto.
Hoy, en mi tierra (Galicia, en la punta noroccidental de España), sigue lloviendo con ganas y con frecuencia. Hay agua para dar y tomar. De hecho, algunas de las principales marcas de agua embotellada del mercado español proceden de manantiales gallegos. Pero ya casi nadie, no sé si lo harán aún los niños, pide por favor un vaso de agua con la seguridad de que se lo van a dar. No. Se compra un botellín de agua etiquetada.
No es lo mismo el agua del grifo que un agua embotellada, me dirán; y es cierto. Hay ciudades en las que el agua del grifo está muy rica, y otras en las que es mejor abstenerse. Pero fuera de casa ya es muy raro que alguien beba agua de la red pública: la bebe embotellada.
Cuando yo era niño, en la farmacia de mi padre se vendían esas aguas envasadas; bien es verdad que cosas como los yogures, el té y la manzanilla también se despachaban en las farmacias.
Iba uno a un restaurante, hasta hace casi nada, y cuando contestaba que sí a la pregunta de si iba a querer agua, a lo más que llegaba el camarero era a preguntar: «¿con gas o sin gas?». Era un mundo, en lo que al agua toca, bien sencillo. Ya ha dejado de serlo.
Por la calle, uno ve a muchísimas personas trotando, vestidas de no se sabe muy bien qué, con cascos en las orejas y una botella de plástico con agua en la mano. Agua que en algún momento estuvo agradablemente fría, pero que ya no lo está y resulta -a mí al menos me resulta- muy poco agradable. Esas mismas botellas se ven en manos de los ocupantes de muchos autos. Yo no bebería jamás, salvo en caso de apuro como la escena con la que abrimos este comentario, agua templada. Los atletas urbanos dicen que tampoco, porque ellos no beben: se hidratan. Hala.
En los restaurantes hay cartas de agua, que incluyen las procedentes de manantiales situados en las antípodas. No he estado nunca en las islas Fidji, pero en Madrid puedo beber agua de las islas Fidji… a precio de vuelo en preferente. No tengo el menor interés, he de confesarlo; pero un buen restaurante madrileño ofrecerá aguas de, al menos, ocho o diez procedencias no españolas a sus clientes. La que no ofrecerá será precisamente la estupenda agua del Canal de Isabel II, el agua del grifo de Madrid.
Así que de vez en cuando reaparece aquel niño que uno fue y piensa en qué tiempos vivimos, no porque haya gente que pague por beber un vaso de agua, que habiendo sed se comprende… sino porque haya gente que la cobre.
Caius Apicius.
Foto: leobass
Que interesante tu tema XD y es verdad, ahora todo no es lo mismo que antes … saludos! 🙂