Madrid, 26 may (EFEAGRO).- Dejando aparte al personal abstemio y a quienes son capaces de acompañar la comida con alcoholes destilados de alto grado, la mayoría de la gente elige una bebida fermentada: vino, cerveza, sidra… Fundamentalmente, una de las dos primeras, aunque hay casos en los que la sidra acompaña perfectamente.
Así que ¿vino o cerveza? Un ciudadano de la ribera norte mediterránea -que en la sur, en países más o menos islámicos, no hay lugar para el alcohol- preferirá casi siempre la bebida emblemática de ese mar, de esa cultura, de esa gastronomía: el vino. Un anglosajón, un centroeuropeo, un escandinavo, quizá elija la cerveza. Pero lo suyo es que ambas bebidas tengan su lugar en la mesa en todo el mundo.
Al europeo del Sur le costó trabajo aceptar la cerveza: era cosa de alemanes, de flamencos. Los autores españoles del siglo de Oro, como Lope o Cervantes, se hicieron eco de lo poco que agradaba a los soldados destinados en Flandes beber cerveza, y de cómo añoraban los vinos de España. Fue el emperador Carlos, acostumbrado en su juventud a ella, quien impulsó la elaboración de cerveza en España.
Hoy, el español bebe bastante más cerveza que vino… pero, en general, sigue sin tomarla muy en serio. Bebe cerveza, bien fría, para calmar la sed. La ve más como un refresco que como una bebida alcohólica capaz de ocupar un sitio en la mesa, a la hora de comer. Se equivoca, desde luego.
Hay cosas que admiten bastante mal el vino, pero que se llevan más o menos bien con la cerveza. Pensemos en unos espárragos: no hay vino que los resiste… pero sí que podemos enfrentar a su amargor natural -hablamos de espárragos blancos, en temporada primaveral, o sea, frescos- un amaros propio: una cerveza tipo lager o pilsen les irá, en cambio, muy bien.
Todo lo avinagrado va mejor con cerveza: el vinagre, no lo olvidemos, es algo así como el «cadáver» del vino, que al morir convierte su alcohol etílico en ácido acético. Nadie está a gusto con un cadáver, y menos con un anticipo del propio.
Pues eso le pasa al vino con el vinagre, así que no hay vino que vaya con una ensalada -en realidad, con las ensaladas más normales no va bien más que el agua- o con un escabeche… con la única excepción, quizá, de un buen blanco fermentado en barrica. Pero mejor una cerveza con algo de cuerpo, una especial, o una «de abadía».
La cerveza más normal, la lager, es muy buena compañera de muchos mariscos, y perfecta para escoltar alguna de esas maravillosas conservas de pescado o marisco: unos mejillones en escabeche, unos berberechos, unas sardinillas… pero, sobre todo, unos buenos lomos de anchoa en aceite de oliva: parecen hechos la una para los otros, es una combinación perfecta, que ya placía al citado Carlos I de España y V de Alemania, pese a que pagaba sus festines con fuertes ataques de gota.
Para la cerveza de más cuerpo, una buena stout negra, tipo Guinness, les sugiero dos alternativas bien diferentes: es ideal con las ostras en escabeche, vieja receta gallega que ahora practica algún cocinero, que sirve esas ostras -gratas al literato británico del XVIII conocido como Dr. Johnson, según la biografía de James Boswell- con una copa de la vieja cerveza dublinesa.
Y no hay nada como esa misma cerveza para solemnizar la «segunda vuelta» de un roast-beef, frío, en láminas más finas, con encurtidos y mostazas. El plato pide esa cerveza: los dos últimos elementos son, ellos también, poco amigos del vino.
Naturalmente, hay más cosas que se llevan mejor con la cerveza que con el vino: una choucroûte garnie al estilo alsaciano, una carbonade flamande en el más puro estilo belga, una mouclade de mejillones de La Rochelle… La cerveza, si se le otorga la consideración que merece, puede ser, de hecho lo es, una excelente compañera en la mesa. Pero ni ella debe llevarnos a olvidar el vino, ni éste a despreciar la cerveza: hay sitio para los dos.
Caius Apicius.
Foto: Sarae