Madrid, 28 jul (EFEAGRO).- Todo el mundo es más o menos consciente de que, en lo que al factor humano atañe, el éxito de una comida depende de tres grupos: el equipo de cocina, los propios comensales y el personal de sala, que desempeña un importantísimo papel de mediador entre los otros dos.
La responsabilidad de la cocina es obvia. La de los propios comensales no tanto, pero también: no se puede disfrutar de la comida, es decir, comer bien, si está uno pensando en las musarañas… salvo que las musarañas formen parte del menú, que todo puede ser. Por eso, en general, queda uno tan desencantado de las llamadas «comidas de trabajo», y es que o se está al plato o se está a las tajadas.
En cuanto al personal de sala, ha de explicar la filosofía del cocinero a los clientes y defender las exigencias de éstos ante el chef. Es un poco el defensor del cocinero en la sala, pero el defensor del cliente en la cocina. Ha de saber de qué se compone cada plato del menú, cómo se presenta… y, si es posible, ha de sonsacar los gustos de cada comensal para recomendar en función de ambos factores.
En general, todo lo dicho suele funcionar. Pero… hay algo importante en una comida que funciona menos bien: el vino. Hoy es raro el restaurante de cierto nivel que no dispone de un sumiller, o sommelier, como ustedes prefieran, aunque el nombre más bello en español sería el de copero. Él es el responsable de la compra de los vinos, de la organización de la bodega, de la conservación del vino en las mejores condiciones, de la elaboración de la carta de vinos y, finalmente, de su servicio. Parece mucho. Lo es.
Antes, un sumiller se formaba con la experiencia. Teoría, sí, pero con una gran dosis de práctica. Hoy, la mayoría de los sumilleres proceden de cursos más o menos intensivos, con muchísima teoría, pero con no tanta práctica. Y la práctica es importante, no precisamente para descorchar una botella correctamente, que también, sino para entender al cliente.
Si el cliente tiene sus conocimientos de vino es fácil que sepa lo que quiere, y que dude entre vinos parecidos. Aquí, el sumiller, vista la selección del cliente, sabe, o debe saber, qué tipo de vino y de uva prefiere el comensal y en qué nivel de precio quiere moverse. Su misión sería ayudar al cliente a elegir entre esos vinos… u otro similar. Pero no es lo normal. Llegan a la mesa, con la carta de vinos bajo el brazo y el papelito de la comanda en la mano. Visto lo que se ha pedido, se lanzan a hablarle a usted de vinos desconocidos, de zonas vinícolas ignotas, de uvas insospechadas.
Usted asiste atónito al despliegue de conocimientos. Encima, el sumiller sabe que está en posición ventajosa: está de pie, en tanto que usted está sentado, así que si quiere mirarle a los ojos ha de levantar la vista: punto para el sumiller.
Usted acaba literalmente abrumado y se rinde por agotamiento. Muchas veces no pasa nada: sale bien, y no le presentan a uno un vino carísimo. Pero otras veces… ay, ay, ay: le ponen a usted unos vinos imbebibles descritos por el sumiller como auténticas joyas, que no resultan serlo más que por la huella que dejan en la minuta. Sucede más de lo deseable.
¿Entonces? Entonces, no se dejen liar. Tengan ideas claras de lo que quieren, dentro de lo que conocen, y de cuánto quieren gastarse.
Los experimentos déjenlos para su casa, que es donde deben probarse los vinos caros. Fuera de casa, vayan sobre seguro, es decir, sobre lo que conocen y aprecian, y déjense ayudar por el sumiller. Pero, ojo: déjense ayudar, no más. No dejen en absoluto que les abrume.
Caius Apicius.
Foto: VinoFamily