Madrid, 4 ago (EFEAGRO).- Llegó el día anunciado: ha cerrado sus puertas «El Bulli», después de haber ocupado durante varios años el lugar de honor, el más alto, en muy distintos rankings de restaurantes de todo el mundo: «El Bulli» fue, según esas guías y listas, el mejor restaurante del planeta. Y ya no está abierto.
No está abierto… como restaurante. Sí como lo que ha sido siempre: un laboratorio donde se experimenta con el gusto, con la cocina. Pero un laboratorio en el que los cobayas eran voluntarios: eran los propios clientes, que sabían a lo que iban, y sabían, salvo los despistados de siempre, que no iban a un restaurante convencional.
«El Bulli» era una provocación, un desafío, un experimento continuo. No se engañaba a nadie, pero nada era lo que parecía, ni lo que se decía que era. Eran… versiones muy personales de otras cosas, siempre en cantidades homeopáticas. Un menú de los últimos diez años de «El Bulli» era una sucesión de treinta o cuarenta bocados, que, por supuesto, no tenían por qué gustar todos. Pero entre tantos, alguno gustaría. Y así era.
El problema estuvo en que en «El Bulli» hubo, estos años, de todo menos crítica. Ningún crítico se atrevió a poner en cuestión el trabajo de Adrià, tal vez por temor a ser tachado de ignorante. Sólo en los primeros tiempos escritores gastronómicos del prestigio de los catalanes Néstor Luján, Luis Bettónica o, sobre todo, Xavier Domingo, osaron atacar la cocina innovadora del entonces joven Adrià. Ahora, al cierre, lo ha hecho Fernando Sánchez Dragó, pero sin visitar jamás el restaurante, por lo que su opinión no cuenta.
Y es que ésa es otra. De pocos lugares se ha hablado tanto sin conocerlo como de «El Bulli». Ha acogido, de media, ocho o nueve mil comensales al año. Si no se hubiera repetido ninguno, eso hace un total de unos doscientos setenta mil. Pero muchos eran quienes repetían, pese al mito del millón de nombres en lista de espera. Como de Proust o de Kafka, de «El Bulli» ha hablado muchísima gente que no ha estado allí jamás.
Sucede que si de algo estaba sobrado «El Bulli» era de hagiógrafos, exégetas y turiferarios, de esa corte de pelotas y palmeros que crece siempre en torno al poder. Sinceramente, creo que se han sacado las cosas de quicio, y se ha querido edificar otra cosa sobre lo que sólo era un restaurante. Al final… pues eso: resultó que el aroma más perceptible era el del incienso.
Y el incienso no se come. Ni siquiera el mismísimo Adrià lo ha usado en ninguna de sus creaciones, alguna de las cuales era simplemente olfativa. Pero el incienso, que el hombre ha supuesto siempre que es grato a los dioses, acaba por subirse a la cabeza, por llenar el cerebro, por provocar alteraciones de la personalidad: uno acaba creyéndoselo, y de ahí al «o conmigo o contra mí» no hay más que un paso.
Ése ha sido el único problema de «El Bulli» y de Adrià: ha faltado la discusión, la crítica, la duda. Todo era maravilloso. Pues no. No lo era, miren ustedes. Pero a ver quién era el osado que lo decía.
Adrià tiene muchísimo mérito. No le gusta, o al menos eso era al principio, que le llamasen «genio»: él creía en el trabajo diario. Enseñó al mundo que la cocina española iba más allá del gazpacho, la paella y la tortilla de patatas, pero su cocina era suya, no era la cocina española. Ha creado artilugios culinarios de los que quizá alguno termine incorporándose al ajuar doméstico; ha integrado en su cocina ingredientes y productos que hasta ahora eran privativos de la industria alimentaria. Y para muchos será siempre quien «deconstruyó» la tortilla de patatas.
¿Eso es bueno o es malo? El tiempo, mejor juez que los turiferarios de turno, nos lo dirá. De momento quede nuestro reconocimiento a quien eligió una vía propia, difícil, para triunfar en la cocina. Si triunfar es lo mismo que hacerse mundialmente famoso, Ferran Adrià ha triunfado. Me gustaría poder mirar por una rendija, dentro de cien años, para ver qué ha quedado de toda esta parafernalia, de este laboratorio. Mientras… oír, ver y callar, que hay gente muy susceptible.
Caius Apicius.
Foto: FotoosVanRobin