Yo conozco a muchos girasolillos que en sus cocinas, y también más allá de sus cocinas, lo hacen todo movidos por el calor del Sol. Son fanáticos del rey astro que se pasan los días mirando hacia la luz deslumbrante que éste emite generosamente a lo largo de todo el día. Son enemigos de los neones, coleguillas de las estrellas, y si de noche se despiertan sobresaltados y con hambre, prefieren hacerse un huevo sobre la luna redonda, que sobre una placa vitrocerámica.
De girasolillos está el mundo lleno. Ellos serán quienes, ojalá, salvarán el mundo del exceso de sal y de pimienta, de los conservantes y los potenciadores de sabor, de los pesticidas y los herbicidas, de los metales pesados y del material radiactivo, de los hidrocarburos y de las lluvias ácidas, de las prisas y del fast food.
Si el Sol es capaz de transformar una simple pepita en una sandía de cinco kilos, ¿cómo no va a ser capaz de ayudarnos a darle vida a nuestros ingredientes, a convertirse en nuestro aliado a la hora de cocinar cualquier cosa que se nos ocurra? Sí, la cocina solar -o sea, la cocina que tiene lugar aprovechando directamente el calor del Sol- existe. Sin ir más lejos, hace dos días ha tenido lugar un taller de Cocina solar en el Museo Nacional de la Energía, el ENE Museo.
¿A dónde va el calor que no usamos? ¿Y la luz, y los besos que no damos, y las buenas intenciones, y la comida que no hacemos, y la que no nos comemos? Toda gran revolución empieza siempre por actos nimios, ridículos como la cocción de una pizza en medio de la calle con un horno hecho con papel de aluminio. Ya sé que hoy ando algo disperso, que lo que digo no se entiende bien del todo, por eso mejor os remito a este informe en el que se explican los principios para la fabricación de una cocina solar. De eso, y de que un cambio debería estarse cociendo al calor de Lorenzo con miras a perpetuar la vida, o la buena vida en el Planeta, es de lo que quería hablaros hoy.
Foto: Brighterdaygang