Madrid, 5 dic (EFEAGRO).- ¿Cuántos loros habrá censados en España? Y, de éstos, ¿cuántos estarán acostumbrados a tomar chocolate? Nunca hubiera pensado yo que, de buenas a primeras, los ciudadanos españoles iban a estar tan preocupados ante la posibilidad de suprimir el chocolate del loro, al menos el del loro propio.
Desde que estalló la crisis se oye hablar muchísimo del chocolate del loro. Recordemos: hasta ahora, la expresión «ahorrarse (o suprimir) el chocolate del loro» servía para expresar un vano intento de superar una mala situación económica recortando gastos mínimos y superfluos. El problema parece radicar en que cada vez hay más loros y menos chocolate…
Malos tiempos para el chocolate, considerado como bebida, porque el chocolate sólido conoce tiempos de gloria. El chocolate, con el té y el café, forma la trilogía de bebidas exóticas llegadas a Europa en el siglo XVI y triunfantes en el XVII: una vino de América (el chocolate), otra de Extremo Oriente (el té) y la tercera de Etiopía, pasando por Arabia (el café). Por muy diversas razones, el chocolate fue perdiendo terreno en Europa, donde fue desplazado de los hábitos ciudadanos por el té y, sobre todo, el café. Se mantuvo firme en España… hasta mediados del siglo XX. A partir de ahí, perdió fuerza.
Normal. Los chocolates de la posguerra tenían poco que ver con los de antes de la guerra, según nos contaban nuestros abuelos. Algo de eso habría. Yo recuerdo, de mi niñez en los años cincuenta, unos chocolates con más harina que cacao, auténticas piedras en crudo, con los que en casa se preparaba el chocolate a la taza. En las casas había los adminículos necesarios, a saber, la clásica chocolatera y el no menos tradicional molinillo.
Recordemos la fórmula del chocolate a la española que daba el doctor Martínez Llopis, brillante historiador de la gastronomía: «Se echan la leche o el agua en la chocolatera y se pone ésta sobre un fuego vivo para que el líquido hierva lo antes posible, y cuando comience a hervir a borbotones se adiciona el chocolate, que se habrá partido en trozos muy pequeños, y se bate enérgicamente con el molinillo, dejando que suba el hervor tres veces y retirándolo del fuego cada vez, para evitar que se derrame».
«Durante este tiempo -añadía la receta- se continuará batiendo con el molinillo para que el líquido haga espuma, y una vez retirado del fuego y antes de verterlo en las tazas se echará desde cierta altura, para que la espuma se quede en la superficie y le dé una apariencia muy apetitosa».
Antes que él, Ángel Muro se mostraba enemigo de chocolateras y de molinillos, y daba su fórmula, copiada literalmente de la que ofrece Brillat Savarin en «La fisiología del gusto»: «Se toma alrededor de onza y media por taza; se disuelve suavemente en el agua, a medida que ésta va calentándose, removiéndola con una espátula de madera; se la hace cocer por espacio de un cuarto de hora, para que la solución adquiera consistencia, y se sirve caliente». Así, más o menos, se hace hoy el chocolate.
Aquellos terribles chocolates de mi infancia… Decíamos que «las cosas, claras, y el chocolate, espeso». Y tan espeso, como que se apreciaba que, si se introducía un churro en el chocolate, se mantuviera en pie. Chocolates muy espesos y consistentes, pero ya decimos que más a golpe de harina, azúcar y manteca de cacao que de cacao de verdad. Eso sí: a los críos nos gustaban.
Yo, con la edad, me fui inclinando hacia el chocolate a la francesa, que es como llamábamos al más líquido, más ligero, en contraposición al casi engrudo que era el chocolate a la española. Luego vinieron los cacaos en polvo, con el brillante invento español del Cola Cao, su «negrito del África tropical» y sus grumitos insolubles; pero eso no es una taza de chocolate. Es otra cosa, sin duda alguna agradable, pero otra cosa.
Brillat Savarin defendía el chocolate con ámbar añadido; le llamaba «el chocolate de los afligidos» porque decía que eleva el tono físico tanto como el ánimo. No lo sé. Sí que sé que una buena taza de chocolate, a media tarde, hecha partiendo de alguno de esos excelentes chocolates que hoy tenemos a nuestra disposición con un 70 % de cacao, es decir, de un amargor notorio pero asumible, me sienta de maravilla y sí, hasta me levanta el ánimo.
Que por algo Linneo llamó al chocolate Theobroma, es decir, alimento de los dioses. Ignoro, lo confieso, si en alguna cultura antigua o moderna los loros tienen consideración divina: no me suena. Pero vamos, que si yo fuera loro pensante estaría preocupadísimo ante la posibilidad de que, para salvar otro tipo de gastos, me dejaran sin chocolate y, ya puestos, me racionasen las pipas de girasol. Pobre lorito, que acaba siempre pagando el pato.
Caius Apicius.