Sobre el escándalo de la presencia de carne de caballo en productos supuestamente elaborados con otros tipos de carne, ya expuse mi opinión en el artículo titulado «hamburguesas con carne de caballo: lo mejor de lo peor«; un alegato al buen comer en el que, sin dejar de denunciar el fraude, ironizo sobre la susceptibilidad de quienes viven desde el salto de la noticia aterrados ante la posibilidad de haber comido carne de caballo sin saberlo, y no se han planteado nunca el más mínimo análisis de los efectos sobre su organismo de los ingredientes declarados y reales, de la mayoría de las cosas que comen.
El tema de la carne de caballo ha seguido dando coletazos. Ha sido tirar del hilo, y aparecer nuevos casos de fraude en los que si algo queda claro, es que la cadena de distribución de los alimentos es tan amplia, que adivinar dónde se ha desbocado el caballo en cada caso, va a resultar complicado. Sobre todo, cuando no se está hablando ni si quiera de la presencia de carne de caballo como tal, sino de ADN de caballo.
El caso es que esta dinámica ha despertado más que nunca en mí el deseo de comer carne de caballo, un tipo de carne como cualquier otra, que dejó de ser consumida de forma cotidiana por nuestros antepasados, cuando el caballo se convirtió en un arma de guerra crucial y en un instrumento de trabajo indispensable. Cosa lógica, como lógico me parece que la carne de animales como el caballo, al hacer a su manera las veces de animales de compañía, generen cierta reticencia en los consumidores.
Pero yo soy de los que, siendo sano y de calidad, soy capaz de comerme hasta el más «raruno» de los alimentos. Eso sí, si voy a comer carne de caballo, lo mínimo que exijo es que se me diga que voy a comer carne de caballo, y no de buey de kobe, aunque ésta sea, a priori, mejor carne que aquélla.
Como yo, con las mismas ganas de hincarle el diente al filete de caballo, habrá, supongo, más que de costumbre dados los acontecimientos. Por eso, lo primero que ha despertado mi interés es saber cuáles son las propiedades de la carne de caballo, en relación con otros tipos de carne de consumo cotidiano, como la carne de vacuno. Vamos a ello.
Propiedades de la carne de caballo:
Comparándola con carne de vaca semigrasa, la carne de caballo destaca, como podéis ver, por su significativo índice a la baja de calorías, grasa y colesterol; ganándole al vacuno, por el contrario, en los índices de carbohidratos, vitaminas, hierro, etc. Otro de los valores que suele destacarse de la carne de caballo es su alto contenido en zinc (unos 4,9 mg por cada 100 gr.).
No quiero ahondar más en la comparativa puntualizando en las diferentes variedades, porque me imagino que con la carne de caballo sucederá como con la carne de cerdo, la de vaca, etc.; y no tendrán exactas propiedades la carne de una raza de caballo, que la de otra, la de un caballo criado en libertad, que la de un caballo que se pase media vida en una triste cuadra, sin correr, sin saltar y sin comer lo que le dé la gana. Pero entendiendo las pesquisas, la comparativa es válida. Sólo para que os hagáis una idea de hasta qué punto cambia el cuento, a continuación os dejo una comparativa entre las propiedades de la carne de caballo estándar, y la carne de vaca grasa:
¿Y tú?, ¿comerías carne de caballo?
Foto: VisualPanic
Fuente (comparativa): Alimentos.org
a mi también me pasó, yo también tengo ganas de comer carne de caballo.
y una vez leido tu post, aun tengo más ganas 😉
¿Organizamos una barbacoa a trote y a galope, Carlos? 🙂