Plato a plato, vino a vino…

Madrid, 27 sep (EFEAGRO/Cocina.es).- Cada vez es más frecuente que en restaurantes de alta gama se sugiera al comensal la posibilidad de redondear el menú degustación con el maridaje de los platos con diversos vinos; es una iniciativa que, en principio, parece interesante, pero que, como todo en esta vida, tiene pros y contras.

Hace ya bastantes años, Juan Pablo de Felipe, en «El Chaflán», practicaba esta modalidad: cada plato de un menú de este tipo iba acompañado de su correspondiente vino.

En otro plan, nuestro querido colega Gonzalo Sol, pionero en tantas cosas -él hizo las primeras guías gastronómicas españolas-, imaginó y mantuvo bastante tiempo unas llamadas «cenas de los once vinos» en las que se servía un vino por plato que se presentaba y comentaba, amén de un par de ellos en el aperitivo y un licor tras el café. Muchos vinos, sí; pero también… mucho vino.

El sistema tiene ventajas, desde luego. Para el restaurante, para empezar. Este tipo de establecimientos suele contar con bien nutridas bodegas, en las que no faltan etiquetas de alto precio, gran calidad y, en estos tiempos de crisis, venta problemática, no nos engañemos. Ofrecerlos de esta forma, a un precio conveniente para ambas partes, permite ir aligerando stocks.

Por otra parte, el cliente puede probar una serie de vinos que no es fácil que fuera a pedir si lo hiciese por botella. Vinos interesantes, que además va a disfrutar como hay que disfrutarlos: comiendo. Las catas son otra cosa, y deben dejarse en manos de los expertos y los profesionales.

Pero… todo tiene sus peros. Yo, que creo saber de vino lo suficiente para disfrutar de él y tener mi propio criterio sobre cuál va mejor con lo que como, entiendo que recomendar un vino para cada plato, en un menú largo, es una cosa bastante sencilla para un sumiller que conozca su oficio. Más complicado es elegir un vino, dos como mucho, que acompañen todo el menú.

En un «maridaje» de copa-plato, puede suceder, y de hecho sucede, que el comensal no tenga las cosas demasiado claras al final.

Lo normal será que en ese despliegue encuentre vinos que le gustan mucho, de los que bien a gusto repetiría, y vinos que no le dicen nada o que directamente no le hacen gracia. Por supuesto, podría pactar previamente con el sumiller qué etiquetas van a acompañar su menú; pero no suele hacerlo.

Aunque no sea su intención, el sumiller impone: despliega conocimientos superiores al de un aficionado normal, actúa desde la superioridad que le da mirarnos desde arriba -él está de pie, nosotros sentados- y sabe, cómo no lo va a saber, que en un elevadísimo porcentaje de casos, sea maridaje o no, el cliente que no tenga las ideas muy claras va a beber lo que él le diga.

A mí, la verdad, este tipo de experiencias me recuerda más un tapeo que una comida formal. Un tapeo en el que cambiamos no sólo de sólidos, sino de líquidos.

Puede ser muy agradable: irnos de tapas es algo que nos gusta a casi todos. Pero el tapeo tiene su propio entorno, sus propios ritos, y no se ha pensado para ser practicado en la mesa de un restaurante de lujo: no pega, por mucho que se promocionen -y esto sí que es consecuencia directa de la crisis- los menús a base de «gastrotapas» o «tapiplatos».

Una sola copa de vino, aunque acabemos bebiendo doce, no da la misma satisfacción que dos o tres, que vendría siendo la dosis normal.

Mantener un vino todo el tiempo, o cambiarlo una vez, permite, primero, evitar la incomodidad de quien se sabe limitado a una cantidad mínima; por otra parte, da la posibilidad, siempre interesante, de observar la evolución de ese vino.

Precisamente conocer esa evolución es un dato de gran importancia a la hora de elegir nuestro vino principal para esa comida. Que sea capaz de dar una respuesta múltiple, de enfrentarse con distintos retos. Y eso lo apreciamos cuando pedimos la botella, no con una sola copa.

Cierto, no hay mejor manera de llegar a entender de vinos que probar muchos vinos…, pero no necesariamente todos juntos.

No es menos cierto que el sistema «menú con maridaje» puede abrir vías de conocimiento; pero, si es así, explotemos esos conocimientos para elaborar un maridaje al que podríamos llamar poligámico: un vino que se entienda bien con varios platos, que armonice con toda la comida sin rendirse. ¿Que no es tan fácil? Claro que no. Por eso tiene, a mi juicio, bastante más mérito.

De todos modos, quede claro que desde aquí apoyaremos siempre el consumo inteligente de la más noble de las bebidas, que es el vino, y aplaudiremos toda iniciativa que redunde en un mayor conocimiento del mismo: cuanto más se sabe de una cosa, ya lo dijo Bertrand Russell, más gusta.

Así que toda oportunidad de aprender ha de aprovecharse, con el indisimulado fin de, a la hora de la verdad, dejar a un lado los ensayos y concentrarnos en lo esencial ante un vino: conseguir el máximo placer. Tan sólo eso.

CAIUS APICIUS.

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