La semana pasada explotó en los medios un informe de la Organización Mundial de la Salud sobre la posible relación entre el cáncer y el consumo de carne roja y carne procesada que ha provocado un amago de colapso en la opinión pública, impactando de lleno en la conciencia de todos los carnívoros, quienes dimos testimonio de nuestra inquietud provocando una disminución instantánea del consumo de salchichas, bacon, salchichón, fiambres, carne de cerdo, carne de ternera, carne de cordero, etc.
Hay que ser muy despistado, muy osado, muy desconfiado o muy vicioso de la carne, para no replantearse al menos una pizquita el contenido de la cesta de la compra después de leer algo así. Por eso, con mayor o menor dramatismo, en voz baja o en voz alta, somos muchos quienes durante los últimos días nos hemos preguntado si debemos dejar de comer carne roja y carne procesada para evitar acabar contrayendo cáncer colorrectal.
Y es que en este planeta, redondo según nos han contado, hay dos tipos de personas: las que saben lo que se debe comer, y las que no tienen ni pajolera idea. Concretamente, los del segundo grupo, entre los que me incluyo, somos un pelín elementales. Tanto, que si nadie dice nada, consideramos que todo lo que se vende en un supermercado se puede comer con la frecuencia que a uno le plazca, mientras que si una institución de renombre dictamina que un alimento es perjudicial, nos da por desconfiar.
El rizo de la simpleza se riza todavía más si uno se adentra en los dominios del imperio hispano, Cataluña incluida, donde además de simples, me duele reconocer que somos bastante berzas. Licenciados y diplomados, pero berzas. Tanto, que si los del primer grupo desaconsejan comer un producto, nosotros vamos y lo satanizamos, lo pisamos, lo escupimos y no queremos volver a verlo ni en las paredes del Museo del Prado. Por eso, uno se mete en el pellejo de un fabricante de salchichas con niños y una hipoteca por pagar, y se le ponen los pelos como escarpias.
No, no estoy ironizando, ni frivolizando, ni poniendo en duda las posibles vinculaciones entre la carne roja y procesada y el cáncer establecidas por el Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer (CIIC), el órgano especializado en el cáncer vinculado a la OMS que ha llevado a cabo este estudio. Al revés, alabo la labor de esta institución y la valentía del informe, teniendo en cuenta la controversia que lleva implícito, y la fiereza del gigante al que se enfrentan al publicarlo (la industria alimentaria). Es más, no puedo ponerlo en duda porque, como he dicho, formo parte del segundo grupo y no soy capaz de discernir entre lo bueno y lo malo. Sólo leo y actúo en consecuencia.
Pero que asuma mi ignorancia no quiere decir que me conforme con ser un ignorante toda la vida, ni mucho menos que acepte que el defecto se perpetúe de generación en generación. A mí me hubiera gustado que en la escuela, más o menos entre las ecuaciones de segundo grado y la lista de los reyes Godos, me hubieran enseñado también a alimentarme, a leer las etiquetas de los productos que compro en el supermercado, a diseñar mi dieta en base a mis necesidades, a comprender los efectos que los distintos tipos de cocinado tienen sobre los alimentos, a diferenciar las grasas «buenas» y las grasas «malas», a entender los efectos en mi organismo de los hidratos de carbono, de las grasas, del azúcar, etc.
De esta forma, en vez de plantearme si debo seguir comiendo carne roja y carne procesada en función de su posible vinculación con el cáncer colorrectal establecida por la OMS, seguramente desde hace años habría sido lo suficientemente maduro como para haber llevado una alimentación coherente, sin excesos, sin carencias y sin demasiados defectos; tanto en lo referido a las carnes rojas y procesadas, como al conjunto de alimentos que forman parte de mi dieta.
Tal vez así, en vez de levantar cada primavera un altar a la virgen de los alimentos bajos en calorías y a los farsantes creadores de dietas milagro destroza-hígados, siendo un escolar con granos en la frente ya hubiera sido lo suficientemente sensato como para haber sabido llevar algo parecido a una vida saludable y no haber acabado provocando gastos en atención sanitaria de forma innecesaria.
Por eso, polvaredas como la que se ha generado al hilo de este informe, me suelen dejar en un estado de mosqueo transitorio que me hacen jurar en arameo, no contra la OMS, ni contra los vendedores de carne, ni mucho menos contra mis damnificados colegas del segundo grupo; sino fundamentalmente y sobre todo contra quienes han urdido y urden el plan perfecto para crear una sociedad de ignorantes con un excelente curriculum vitae entre los que me incluyo.
Fotos: Ronald Sarayudej I Steven Depolo