Madrid, 25 abr (EFEAGRO).- Hace ya algunos años, todavía en época de vacas gordas, alertaba de que si los clientes no se tomaban en serio las reservas de mesa en los restaurantes, éstos acabarían por exigir, para formalizarlas, sobre todo en mesas de más de cuatro, el pago por adelantado de una cantidad, lo que llamamos unas arras.
Unos días atrás, un buen amigo y excelente gourmet nos comentaba que había hecho una reserva para siete personas en un importante restaurante madrileño. A vuelta de correo electrónico, mi amigo se encontró que el establecimiento le exigía el depósito previo de 500 euros. Hemos indagado, y el caso empieza a ocurrir en varios buenos restaurantes de la capital.
Se veía venir, sin necesidad de emular a los profetas mayores, ni siquiera a los menores, del Antiguo Testamento. Era, y me temo que sigue siendo, moneda corriente el hecho de que haya gente que efectúa una reserva y luego no aparece, con el consiguiente perjuicio para el restaurante, como pueden comprender, directamente proporcional al número de plazas reservadas.
Que los restaurantes, ahora, en tiempos de vacas flacas, reaccionasen, era algo que cabía esperar.
Y es que picaresca, en esto, hay mucha. O, más que picaresca, poco respeto. Desde el ciudadano que reserva en varios restaurantes para la misma fecha y hora y decide en el último momento a cuál va, hasta casos que, desde fuera, pueden parecer divertidos pero que al restaurador no le hacen gracia ninguna.
Veamos uno que sí es picaresca pura. Supongan ustedes un grupo de extranjeros en un buen hotel. Desean cenar fuera, y preguntan en recepción. Allí les dicen que no se preocupen, que el propio portero, al pedirles el taxi, indicará al conductor a dónde ha de llevarlos. Los interesados parten. Recepción, lógicamente, ha hecho la preceptiva reserva. Pasa el tiempo, y en el restaurante reservado no aparece ese grupo. El responsable del establecimiento llama al hotel, donde se le dice que el grupo ha sido convenientemente embarcado en un taxi al que se envió precisamente allí. Pero no han aparecido. Regresa el grupo al hotel y al ser preguntados cómo es que no han ido a ese restaurante. El portavoz les comenta que el taxista les dijo que ese sitio no era bueno y mejor que fuesen al «Tablao del Tío Pepe, ‘typical spanish’, flamenco, paella, olé». Y se van allí tan felices.
Por supuesto, tanto derecho tiene el taxista como el recepcionista del hotel a estar de acuerdo, comisión mediante, con algunos establecimientos. Pero el perjudicado es el que primero en el que se efectuó la reserva.
El caso contrario es el que en hora punta, con el restaurante lleno, aparece una señora. «¿Tiene reserva?», le preguntan. «Por supuesto», dice ella. El «maître» comprueba el libro de reservas y ve que no es así: «Debe de haber un error; aquí no constan ustedes». Ahora sí que se inmuta la ciudadana: «¿Cómo dice? ¡Pero si he venido yo personalmente a hacer mi reserva!».
El «maître» quiere saber «¿quién le tomó la reserva?». A veces, la interesada señala a un despistado camarero que no sabe nada de nada. Pero… póngase usted a discutir con una de estas personas.
Una reserva es algo sagrado, que sólo se rompe por causas de fuerza mayor y, desde luego, avisando al restaurante. Yo reservo siempre; y si veo que no voy a poder ir o me voy a retrasar hago una llamada advirtiendo de ello.
Pero de tanto tirar de la cuerda, los restauradores empiezan a estar hartos de que se rompa siempre por el mismo sitio… y, como ya ocurría en otros países, piden una cantidad que cubra parte del perjuicio que causaría no aparecer por allí.
Me parece legítimo; me parece muy bien. Sobre todo, insisto, en mesas de más de cuatro comensales. Una mesa de diez rompe los esquemas de cualquier restaurante, obliga a modificar la distribución de los camareros (no es lo mismo servir a diez personas en tres mesas independientes que a todos en la misma y al mismo tiempo); a veces hay que contratar un extra. O sea que tampoco se extrañen si, dentro de nada, como ya pasa en Estados Unidos, ven que se les carga un suplemento por mesa numerosa.
Si ustedes han comprado ocho entradas para el teatro y luego no pueden, o no quieren, ir, los perjudicados son ustedes mismos, al empresario le da igual. Pero en un restaurante, el perjuicio, y grave, se le causa al propio establecimiento.
De modo que estas arras que empiezan a cobrarse en muchos sitios no son, al final, más que la justa penitencia por un comportamiento irresponsable. Si no van a ir, llamen. Y cuanto antes, mejor. Pórtense como señores.
Caius Apicius.
Foto: Dennis Wong