Madrid, 20 jun (EFEAGRO).- Una de las afirmaciones más opinables es aquella que dice que «sobre gustos no hay nada escrito»; tomada literalmente, es obvio que es falsa: de pocas cosas se habrá escrito tanto como de esta cuestión.
Otra cosa es que interpretemos ese «escrito» al modo bíblico o legal, del tipo «está escrito: no matarás», es decir, que si una cosa «está escrita» es que debe ser así en cualquier caso. Pero creemos que en lo que a gustos respecta no hay dogmas.
Últimamente son cada vez más frecuentes las declaraciones de personas consideradas «líderes de opinión» que cuentan que ponen hielo en su copa de vino blanco, sea cual fuere su calidad y su precio. Desde aquí respetamos sus gustos, pero, evidentemente, no los compartimos.
Un vino con hielo es, antes o después, un vino aguado, sobre el que tenemos la misma opinión que tenía Lope de Vega cuando escribió «si bebo vino aguado / berros me nacerán en el costado».
Aguar el vino es una práctica tan antigua como la vinicultura. Cierto es que hubo tiempos, como los de la Grecia clásica, en los que el vino se cortaba con agua; había, en cada simposio, un encargado de decidir cuántas partes de agua se le ponían a cada vino.
Pero eran otros vinos. Tampoco los romanos bebían vino puro, y si lo hacían eran significados por ello, caso de Tiberio, al que el vulgo cambiaba los apellidos Tiberius Nero por Bibendus Mero para significar que bebía el vino sin mezclar.
Durante mucho tiempo se aguó el vino, y no nos referimos ahora al que bebe, mezclado con agua, el sacerdote en la misa. Se daba vino rebajado, con agua, sifón o gaseosa, a niños y ancianos, hasta que se empezó a tomar el vino en serio, que es cosa de anteayer. Los lectores de las novelas de Georges Simenon que protagoniza el comisario Maigret saben que éste, muchas mañanas, iniciaba su ingesta alcohólica con «un blanco con Vichy», la famosa agua con gas francesas
Ha habido unos tiempos en los que el vino blanco, que era el vino cantado por nuestros clásicos -el «vino santo» de San Martín de Valdeiglesias, rey en la corte del Siglo de Oro, era blanco-, se vio menospreciado por quienes entendían que el vino ha de ser tinto, esos que mantenían el disparate de que «el mejor blanco es un tinto». Pero es cierto que, fuera de zonas de producción muy concretas, el blanco no era un vino demasiado apreciado.
Hoy hay blancos espléndidos, mejores que muchos tintos. Nos gusta beberlos fríos, quizá hasta fríos de más. Su temperatura de servicio y consumo es discutible, en unos márgenes estrechos. Pero el hielo… el hielo es agua añadida al vino.
No me imagino poniéndole cubitos de hielo a un albariño de las Rías Baixas, a un verdejo de Rueda, a un godello valdeorrense, a un chardonnay, ¡a un Montrachet de la Romanée-Conti! No, no me lo imagino.
Y sí, hay cócteles cuya base es el vino blanco. El kirs, desde luego, que lo mezcla con crema de cassis o grosella negra; el spritzer, que no es más que vino blanco mezclado a partes iguales con agua con gas, y, si vamos al champaña, montones de barbaridades, incluidos esos «cup de frutas» de los guateques de los setenta, responsables de tantas melopeas adolescentes, o el no menos fulminante cóctel de champaña de todo sarao que se preciase.
Hace ya algunos años fui invitado al Festival de Cine Policíaco de Cognac. Nunca fui bebedor de coñac, pero algo de tristeza sentí cuando, al llegar a la sede del festival, se nos ofrecía coñac con hielo y tónica, en vaso alto. «Esto -pensé yo- es el fin del coñac». No me equivocaba mucho: hoy ya es muy poca la gente que bebe coñac en la sobremesa.
Una alarma parecida sentí hace unas semanas, cuando supe que una famosa casa de champaña había lanzado una versión especial para beber con hielo. Ahora leo y oigo -todavía, por fortuna, no lo he visto- a personajes conocidos que ponen un cubito de hielo en su vino blanco. No sé: les pediría que, si lo hacen, no lo cuenten.
Pero, en fin: el gusto sigue estando por encima de la norma, por heterodoxo y hasta herético que a otros pueda parecerle. Ahora bien, yo, entre quien pone hielo a un gran blanco y quien confiesa directamente «es que a mí no me gusta el vino» me quedo, aunque me dé un poco de pena, con el segundo: al menos, respeta el trabajo de quienes han cosechado esas uvas y elaborado esos vinos, sin echarles encima un jarro de agua fría.
Caius Apicius.
Foto: Arthur40A