Atunes, gambas, espinacas…

Atunes, gambas, espinacas...Madrid, 4 jul (EFEAGRO).- Una recomendación en principio bastante inocente de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (AESAN) ha disparado las alarmas nacionales y provocado la efusión de ríos de tinta y torrentes de palabras en una semana en la que, la verdad, la actualidad proporcionaba bastantes más temas de interés. Nos referimos, como habrán intuido, a las advertencias sobre el consumo por determinados segmentos de la población de algunos alimentos, entre ellos los grandes atunes, el pez espada, los tiburones, las cabezas de gambas y familiares, las acelgas, las espinacas…

Primer apunte: nada que no supiéramos ya. Entonces, ¿a qué viene volver ahora sobre el tema? La contaminación de especies marinas por metales pesados no es ninguna novedad: la relación entre el hígado del atún y el mercurio es una vieja conocida. Poco más o menos cabría decir del cadmio contenido en las cabezas de determinados crustáceos. Y que algunas verduras de hoja incluyen en su composición elementos poco deseables, tampoco: nada es perfecto. Ocurre que estamos en un país de hipocondríacos, que además derivan esa obsesión por la salud -«nefasta», me decía hace años el maestro Néstor Luján- hacia el único terreno en el que creen que pueden decidir, que es el de la alimentación. Somos un país, permítanme el palabro, de gastrocondríacos, que al paso que va acabará haciendo una dieta monográfica de lechuga, que se merece que no sea nunca de una variedad distinta a la insipidísima iceberg, comida sin sal -¡por Dios, la tensión!- y sin aceite -¡grasas, qué horror!-.

Verán, no es lo mismo «puede suceder» que «sucede». Y lo que no puede hacerse es alarmar al personal con informaciones cualitativas. Me explico con una anécdota sufrida por un amigo mío, importador de caviar cuando el ICEX permitía pescar esturiones en el Caspio. El caviar, como saben ustedes, son los huevos, que no las huevas, del esturión hembra. Es un producto frágil y perecedero, que necesita ayuda para conservarse, tampoco crean que mucho tiempo, como tope seis meses. Lo tradicional era, a ese objeto, añadirle o bien sal, o bien ácido bórico. Lo primero no contribuía a mejorar el producto: un caviar muy salado es una desgracia. Lo segundo se usaba masivamente como conservante, a escala doméstica, de mariscos y pescados. Pero… alguien descubrió que la ingesta de ese ácido podía tener malas consecuencias para la salud, y se reguló su uso, fijando un máximo por kilo de producto tratado.

Bien, el buen caviar tenía ácido bórico. Por si acaso, en Barajas se procedía a analizar una muestra de cada envío. Una muestra de 1,8 kilos, que es lo que pesa cada envase original: los inspectores no se andaban con chiquitas. Y bastaba que contuviera ácido bórico para que no se autorizase esa partida. Ojo: no se decía cuánto ácido bórico contenía: trampa. Porque hay una mínima cantidad autorizada. Pero no: bastaba con que cualitativamente se detectara para emitir ese veredicto condenatorio; hacer un análisis cuantitativo, como sabe cualquiera que haya estudiado Química, es algo más latoso que limitarse a descubrir indicios de determinada sustancia. Pero hay que decir cuánto. Hace años se acusó a las conservas de almejas chilenas de contener cadmio, cancerígeno. Alguien, meses después, reveló el asombroso número de latas de almejas que un ciudadano debería comerse diariamente, durante más de cien años, para ingerir una cantidad de cadmio preocupante. ¿Cuántas cabezas de gamba habrá que chupar al día para obtener el mismo resultado…? Por si acaso, no se dice.

Así que yo seguiré comiendo atún blanco con toda tranquilidad: nunca me he comido su hígado, y no voy a empezar ahora. Seguiré sin comer, en lo posible, atún rojo por respeto a una especie en gravísimo peligro. Este verano volveré a disfrutar de las tapas de marrajo, una especie de escualo, adobado y frito que despachan por toneladas en el «Kilowatio» de Cedeira. Seguiré sin hacerle caso al hit parade de las gasolineras de mi amigo José María Íñigo y no chuparé las cabezas de las gambas, pero no por el cadmio, sino por cierta manía que uno les tiene a las cabezas en general.

Evidentemente, no estoy en un grupo de los señalados como «de riesgo». Ni estoy embarazado ni tengo menos de cuatro años. Por esta segunda razón me gusta que me expliquen las cosas, y que los responsables de la gobernación del país no se acostumbren a confundir «recomendar» con «prohibir», verbo al que últimamente se les ha detectado cierta querencia. Insistamos: «puede ser» no equivale a «es». «Advertir» es una cosa, «recomendar» otra y «prohibir» debería ser lo último, tras pensarlo mucho y muy bien. Ustedes échenle sentido común, también a su alimentación. Cuídense, pero sin obsesionarse. Por cierto, que lo de las acelgas ya podían haberlo dicho ustedes cuando uno era pequeño, caballeros; la de sinsabores -y nunca mejor dicho lo de «sin sabores»- que me hubiera ahorrado yo en cada convalecencia infantil a dieta de acelgas hervidas. No hay derecho; no, señor.

Caius Apicius

Foto: Ricardo Barquín Molero

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