Últimamente, de algunos de mis artículos se desprende un cierto tufillo de negatividad, pesimismo e incluso derrotismo. Soy consciente de ello, y no me gusta, pero aunque las buenas noticias relacionadas con la alimentación y con la gastronomía también son abundantes, la toma de contacto de forma consecutiva en las últimas semanas con noticias como la contaminación con mercurio de los mares y de los peces grandes como el atún -los que se encuentran en la cúspide de la escala trópica-, o la detección en Japón de una granja de vacas contaminadas tras haber sido alimentadas con pastos radiactivos, me preocupa de forma especial por poner de manifiesto el enorme daño, en muchos casos irreparable, que le estamos haciendo al Planeta. El único que tenemos, el que cobijará y alimentará a nuestros hijos en el futuro.
De la noticia de las vacas radiactivas me enteré ayer mientras comía. La zona cero se encuentra en la misma región de Fukushima, en una granja con unas 500 cabezas de ganado que fueron alimentadas con forraje extraído de las plantaciones de arroz, que presentaba altos índices de radiactividad. Con motivo de ello, el gobierno de Japón se ha visto obligado a prohibir la obtención de carne a partir del vacuno procedente de Fukushima. Una aparente prueba de transparencia y de honestidad en la que quiero creer a ciegas.
De todo esto se extrae como consecuencia que los efectos de la fuga radiactiva que se desencadenó con motivo de los terremotos y posteriores tsunamis que asolaron la costa este de Japón el pasado 11 de marzo, ya han pasado del aire, del mar y de la tierra, a los propios seres vivos. Un proceso natural, según se nos había advertido, que presumiblemente traerá cola, salten o no las noticias a la palestra. Los niños de las regiones colindantes a la central de Fukushima son los más vulnerables ante la radiactividad, y ya son candidatos potenciales a desarrollar cáncer y malformaciones genéticas en un futuro. Se me ponen los pelos de punta de pensarlo, pero sigo creyendo en la información como principal motor de cambio.
Foto: Maira Renou