Madrid, 22 ago (EFEAGRO).- En toda actividad creativa, y la cocina lo es, quien decide ir contra corriente sabe que va a encontrarse con el aplauso de una parte de la crítica y con la incomprensión, por decirlo suavemente, de la mayoría de un público que, en lo que afecta a las cosas de comer, es del más cerrado conservadurismo.
Ese tipo de cocina creativa parece ser para minorías. En mi ya larga carrera como cronista gastronómico he conseguido, sí, alguna reacción favorable; hablo de gentes no relacionadas directamente con la gastronomía, sino con gentes a las que le gusta comer y están, como decían nuestras abuelas, «muy viajadas», pero que a la hora de probar novedades… bueno, se muestran bastante reacios.
Quiero decir que muy pocas veces he logrado suscitar una reacción de, digamos, entusiasmo. Poquísimas. Algunas más, la reacción de mi interlocutor fue de genuino interés por esa cocina que desconocía.
Ahora ya me conformo con obtener el respeto a una forma de cocinar que no es la que la mayoría de la gente practica a diario. Casi me conformaría con despertar la curiosidad, insisto en que respetuosa, de mi interlocutor, al que no trato de convencer de nada, sino solamente de contarle que, además de lo de «de toda la vida» hay más cosas, y algunas muy interesantes.
Mejor les cuento un caso práctico. Hace unos días acudí al restaurante que patronea Javier Olleros, en O Grove (A Coruña). Javier es uno de esos cocineros que rebosan elegancia natural, además de contar con un gran paladar y habilidad para combinar sabores y texturas. Esa noche tenía yo una cena con amigos, de modo que le pedí que me diese un menú ligero, de primeros platos.
El enunciado de uno de los platos de la carta suscitó mi curiosidad: sardinas con semillas de pimientos de Padrón. Las sardinas y los pimientos de Padrón son dos símbolos gastronómicos del verano gallego, y se llevan muy bien en el plato. Aquí se me ofrecía una nueva fórmula: a por ella.
El plato constaba de dos lomos de sardina inmaculadamente limpios de cualquier estorbo como escamas o espinas, marinados en una mezcla de agua salada al punto de agua de mar -es mejor no usar agua de mar, por lo que pueda ocurrir- y vinagre suave. Los lomos estuvieron sumergidos en ese marinado varias horas.
Mientras, se preparó un caldo ligero de lacón, que se mezcló con otro de pimiento verde. Diseminadas las semillas de pimiento en el caldo, se colocaron los lomos de sardina y se llevó el conjunto a la salamandra, no para cocinarlo, evidentemente, sino para darle un golpe de calor que hiciera fundirse parcialmente la grasa que hay bajo la piel de la sardina, potenciando el sabor del pescadito. El punto de la compañía, ese toquecillo pimentado, le iba de locura.
Dos lomos. Una sardina. Es la cantidad: les he hablado de potenciar el sabor mediante la grasa. Una ración más abundante conllevaría un exceso de grasa que haría los últimos bocados hasta desagradables. Todo tiene su medida, y la de estas sardinas era ésa, sobre todo como parte de un menú degustación.
Bueno, se me ocurrió comentar a alguno de los amigos con los que fui a cenar esa noche a un sitio precioso, pero con una cocina «de carril» lamentable, los lomos de sardina en cuestión. Uno se fue a la clásica comparación: él había comido a mediodía sardinas, sí, pero sardinas asadas con cachelos. Podían haber sido con pimientos de Padrón, y a mí me parecerían lo que me parecen: una maravilla.
Pero una maravilla que no excluye otras maneras de preparar una sardina. La diferencia entre mi amigo y yo es que yo no tengo nada contra la cocina que a él le gusta, que conozco bien, mientras que él está en contra de lo que yo le describía, aun sin conocerlo ni tener el menor interés en hacerlo.
Pero, al menos, no se mofó, como una de las comensales, del enunciado del plato, ése que a mí me había llenado de curiosidad. O sea: ni entusiasmo, ni interés, ni curiosidad, ni respeto: desprecio. A mí, qué quieren que les diga, esa actitud me da pena.
Recuerdo que, cuando yo era universitario, aprovechaba cualquier visita a un restaurante, naturalmente patrocinada por el mecenazgo paterno, para pedir y probar algún plato de la carta que no hubiese comido nunca.
Era muy curioso, y quería saber, quería probar sabores. En general me fue muy bien: recuerdo pocas decepciones. Bien es verdad que yo me deshice muy pronto de los prejuicios, buenos y malos, que sobre la comida adquieres en tu infancia, en casa.
Alguien dejó escrito que es más fácil cambiar de religión que de hábitos gastronómicos. Quizá sea cierto. El hecho es que es muy difícil defender la cocina que practican los chefs creativos. A veces, no nos engañemos, por su propia culpa; pero lo cierto es que la actitud general ante esta cocina es, cuando menos, de desconfianza. Y vencer esa barrera es complicado.
Caius Apicius.
Foto: Tecnópolis Argentina