Cuando estamos esperanzados por algo o cuando nos acordamos de la gente que ya no está entre nosotros, solemos mirar al cielo. Por eso ayer fuimos muchos los españoles que nos acostamos mirando al cielo. Y claro, cuando se mira al cielo, lo normal es que al cabo de un rato te asalten las dudas y las divagaciones, como me pasó a mí anoche. Cuesta creer que allí arriba, en las alturas, haya personas vivas «haciendo de las suyas», pero haberlas haylas, y como lo que hay no me da para entender la mitad de las cosas que se cuecen más allá del tejado de mi propia casa, ayer acabé preguntándome cosas como qué comerán los astronautas. Defecto profesional.
Y el tema tiene miga, porque a parte del enorme coste que supone transportar a las alturas la cesta de la compra (un kilogramo de comida espacial viene a suponer un desembolso de unos 20.000 euros), hay que tener infinidad de factores, como os podéis imaginar: la ingravidez, que condiciona la consistencia, el empaquetado de los productos y el manejo de los líquidos; el tiempo de las misiones, que obliga a elaborar comida con una fecha de caducidad de un año o de un año y medio; el estado emocional de los astronautas, lo que fuerza a mantener vínculos con la Tierra a través de los sabores, etc. Por no hablar de la falta de espacio, y de la necesaria esterilización de cada cosa que se come en un lugar en el que el centro de salud más cercano, se encuentra a varios cientos de miles de kilómetros de distancia.
La comida de los astronautas se podría definir con términos como termoestabilizada, liofilizada o irradiada. Suena a alta cocina, ¿no os parece? Sin embargo, la sofisticación en el caso de la comida espacial se encuentra al servicio, no del sabor, del olor, del color o de la textura; sino del mantenimiento de un estado óptimo para el consumo, de la conservación de unos valores nutricionales y de una consistencia adecuada que facilite su ingesta. Todo esto se traduce en la práctica, en un surtido de «70 clases de alimentos y 20 tipos de bebidas», según un informe de la NASA, entre los que abundan las bolsitas de masas compactas parecidas al turrón, si bien también hay lugar para los alimentos «reconocibles» como las nueces, las frutas disecadas, galletitas, macarrones o espaguetis deshidratados, etc.
Seguramente, ningún astronauta ha sufrido nunca una intoxicación alimenticia, aunque es probable que muchos hayan llegado a sufrir algún tipo de trastorno psicológico ante la imposibilidad de llevarse a la boca algo decente. En 2006, el astronauta español Pedro Duque ya emitió su particular queja sobre el carácter «muy básico» de los menús espaciales, apuntando a la necesidad de redundar en la diversidad.
Mientras me informaba, me sorprendí al descubrir que uno de los platos estrellas en el menú de los astronautas es la tortilla. Claro, que uno oye la palabra tortilla y se imagina la tortilla de patatas de su casa: calentita, recién hecha, con su cebolla, su pimiento, el toque inconfundible de la madre… Pero no, el castillo se derrumba cuando la documentación nos dibuja una masa sólida, con un gran contenido de harina, más cercana a lo que nosotros entendemos por tortita. El éxito de las llamadas «tortillas espaciales» se debe, sobre todo, a su carácter compacto, ya que las comidas que sueltan migajas pueden acabar creando con el tiempo desagradables y peligrosas nubes de basura cuando la gravedad no existe.
De cara al futuro, debido al aumento del tiempo de las misiones -cada vez más ambiciosas-, la NASA está estudiando la posibilidad de potenciar algo que en la actualidad ya se hace en las naves espaciales, pero a pequeña escala: cultivar alimentos. O sea, que los astronautas tendrían que trabajar como jardineros en mini huertos caseros con plantones de soja, maní, patata, tomate y trigo. Eso daría, cuanto menos, para una jugosa ensalada, aunque teniendo en cuenta los derivados del trigo, o de la soja, las posibilidades se multiplicarían para los colegas de Duque. Pura ciencia ficción.