Madrid, 24 nov (EFEAGRO).- Va cayendo la tarde, una tarde madrileña sin sol, gris, ya todo un preámbulo del invierno. Ya se ha puesto el sol, y uno sigue frente a su teclado, trabajando o intentando trabajar, más aburrido que otra cosa; está visto que los días grises se contagian a las personas.
En éstas, aparece mi esposa con una bandeja; «¿te apetece un té?», me pregunta. No soy un gran aficionado, pero en esta ocasión sí, sí que me apetecía, quizá por cambiar de actividad, tanto el té como sus elementos sólidos. El té era té blanco, chino, delicioso; de los «sólidos» hablaremos después.
Como saben sin duda ustedes, el té es una de las tres bebidas exóticas puestas de moda en la Europa del siglo XVII: de África, vía Península Arábiga, llegó el café; de América, en naves castellanas, el chocolate; y de Asia, por varias vías, el té, que acabaría por convertirse en la bebida nacional en países como Rusia, Portugal y, sobre todo, el Reino Unido. En Londres se abrió la primera tienda de té en 1657, sólo siete años después de que el producto llegase a las Islas Británicas; a Portugal había llegado ya en 1610.
Té blanco… No se trata de ninguna variedad especial, sino que es la misma que da origen al té verde, la planta conocida como Camelia sinensis. Lo que pasa es que el té blanco procede de hojas jóvenes que desarrollan menos clorofila y, lo que es más importante, apenas sufren oxidación ni fermentación. Es un té muy aromático, perfecto para eso, para tomarse un té al británico modo.
Hecho, eso sí, como mandan los cánones. Hoy todo el mundo toma té de bolsita, de escapulario; como dice una amiga mía, «yo, el único escapulario que uso es el de la Virgen del Carmen». Nada de bolsitas, pues: hojas de té. Y tetera de porcelana, que para eso están.
Pondrán en esa tetera un poco de agua caliente, para que la tetera tome temperatura. Logrado esto, tirarán ustedes esa agua. Pondrán, en la tetera caliente y húmeda, una cucharadita rasa de té por cada taza que vayan a servir, y dejarán las hojas allí, esponjándose, mientras hierven agua, quizá en ese instrumento tan británico que pita cuando el agua está hirviendo. Echarán el agua sobre el té, en cantidad suficiente, y esperarán a que el té se haga y repose antes de servirlo. Una vez servido, las hojas de la tetera deben tirarse: no vale aprovecharlas para una segunda vuelta en plan comandante inglés de la RAF prisionero en algún Stalag Luft alemán en la II Guerra Mundial.
De sólidos… Bueno, hoy tocó acompañamiento dulce. Los ingleses combinan bocados dulces y salados, de los que me encantan los sandwiches que combinan pepino y salmón ahumado o pepino y anchoas en aceite. De los dulces, hoy hemos descartado la bollería, incluso los clásicos «scones» (panecillos), pero nos hemos mantenido muy británicos: unas galletas de jengibre (ginger nuts) y una tostada untada con mermelada de naranja amarga del más puro estilo de Dundee.
Porque parece que fue allí, en el bonito puerto escocés, donde nació, a finales del siglo XVIII, esa mermelada, seguramente la más famosa del planeta. Cuentan que se le ocurrió a la madre de un atribulado tendero que se había hecho con una gran cantidad de naranjas de Sevilla, agrias, y no fue capaz de colocárselas a sus paisanos.
La relación de Escocia (patria, por otra parte, de los «scones») con la mermelada viene de más atrás: cuentan que la palabra proviene de la expresión «Marie est malade»; Marie sería la infortunada reina Estuardo. La versión más prosaica hace derivar «mermelada» del portugués «marmelo», que es el nombre luso del membrillo.
Me he tomado el té, no precisamente a las cinco, sino algo más tarde. Está ya oscuro, y sigue chispeando, pero me siento muchísimo mejor. Van a tener razón quienes dicen que el té tonifica y anima los espíritus, o sea: los ingleses, of course.
Caius Apicius.
Foto: Mourner