Madrid, 1 dic (EFEAGRO).- Mientras algunos miles de españoles y de turistas vivían encantados un noviembre que más parecía antesala del verano que del invierno, y los informativos de las televisiones se llenaban de imágenes de playas llenas de bañistas, otro tipo de ciudadanos miraban preocupados al cielo.
No llovía. Peor: cuando llovía, lo hacía mal, todo junto, en exceso. Estos ciudadanos necesitaban (necesitábamos) que lloviese un poco, en plan normal, y que luego escampase y saliese un tibio sol de otoño, antes de que llegasen las heladas. En resumidas cuentas: que hiciera el tiempo que hace falta para que en campos y bosques broten las setas.
Y no brotaban. Mal otoño, nos decíamos todos. Mal año de setas: apenas unos níscalos (Lactarius deliciosus), alguna seta de cardo (Pleurotus eryngii)… Había, sí, setas de cultivo: la omnipresente y muy nipona shiitake, regalo japonés que yo les devuelvo encantado; champiñón de París, pleurotos cultivados… Nada emocionante.
Hasta ayer. En mi mercado madrileño favorito, el de La Paz. Un puesto de frutas y verduras exhibía un buen surtido de setas. Pero yo sólo tuve ojos para una variedad: allí estaba la reina de las setas, la seta de los reyes, la amanita de los césares, la Amanita Caesarea. Provocaba. Y apelamos al mejor sistema conocido de deshacernos de una tentación, que es caer en ella, así que nos llevamos un hermoso ejemplar que pesó un poco menos de un cuarto de kilo. Suficiente.
Ya en casa, se procedió a eliminar todo estorbo. La vulva que rodea el pie, el anillo… Luego, limpieza escrupulosa, incluso bajo el chorro de agua. No hagan caso a quienes les digan que no se pueden lavar las setas: ¡si son hijas de la lluvia…! A la menor duda de que puedan tener tierra, al grifo. No les pasa nada; nada malo, queremos decir.
Allí estaba, al fin, desnuda, nuestra oronja, con su pie de color amarillo vivo y su sombrero de brillante color anaranjado. Preciosa. Pero la belleza no la libró de ser dividida en láminas, en sentido vertical. Hay quien es partidario de no hacerles nada más, y es cierto que están ricas tal cual; pero estas setas (en realidad, casi todas), crudas, tienen siempre un puntito que recuerda al agua estancada, un toquecillo mohoso. Que es fácil de eliminar. En casa hay siempre aceites aromatizados. Usamos el virgen de oliva con toque de ajo e insinuación de guindilla, y salteamos brevemente nuestra seta en una sartén con un fondo de este aceite. Lo justo para darle calor y eliminar casi toda el agua de vegetación.
Luego, a la mesa, sin más dilaciones ni más compañía. Allí estaba el otoño, el anhelado otoño, en figura de una de las setas más deliciosas que cabe saborear. Perfecta. Tampoco hagan caso a quienes dicen que el sabor tenue de las setas se pierde si se usa con ellas ajo: de eso, nada, siempre que ustedes sean prudentes y les den un matiz, no una invasión.
Amanita caesarea. La verdad es que el nombre da miedo, porque en el género Amanita hay especies letales, de las que basta una seta para matar a una persona, caso de las amanitas faloides, virosa o pantherina. También es una amanita la clásica seta de los gnomos, la de pie blanco y sombrero rojo con manchitas blancas o amarillas: ésta no suele matar a nadie, pero la sustancia tóxica que contiene, la muscarina, es francamente alucinógena y puede causar daños cerebrales.
Ningún peligro con la de los césares. Cada vez que como una rindo silencioso homenaje a Claudio, emperador amado por los romanos y al que su afición a estas setas, unida a la ambición de su esposa Agripina, que deseaba el trono para su hijo Nerón, le costó la vida: la pérfida le mezcló en el plato alguna especie venenosa, y las setas se convirtieron en alimento de dioses, como dijo Nerón en un rasgo de humor negro, «porque ellas convirtieron en dios a mi tío Claudio».
Caius Apicius.
Foto: Diotime1